Ciencia para impacientes

martes, agosto 26, 2008

El primer darwinista

[Texto publicado el 27 de julio de 2008 en el diario La Rioja]

Alfred Russell WallaceEl 1 de julio de 1858 tuvo lugar uno de esos raros momentos en los que la ciencia traspasa sus aparentemente herméticos muros y consigue cambiar para siempre nuestra percepción de la realidad. Si hasta aquel momento el relato bíblico del Génesis había dictado la manera de entender el origen de la vida y de la especie humana, una nueva teoría científica presentada en la Sociedad Linneana de Londres y que proponía a la selección natural como motor de la evolución de las especies inició una revolución en el pensamiento comparable a la que Copérnico había provocado tres siglos antes. La primera había apartado a nuestro humilde planeta del centro del universo; la segunda obligó al ser humano a bajarse del pedestal que el mismo se había creado y le hizo ver que era una especie animal como cualquier otra.

Sin embargo, la suerte también juega su papel dentro de la historia y la fatalidad impidió que los dos autores de la comunicación pudiesen defender sus tesis aquel día. Charles Darwin estaba enterrando a uno de sus hijos, muerto de escarlatina dos días antes; Alfred Russel Wallace se recuperaba de unas fiebres tropicales en algún rincón de Nueva Guinea. Estas tristes circunstancias, unidas a que tanto entonces como hoy el impacto de las comunicaciones científicas suele quedar restringido a unos pocos iniciados, hicieron que esta teoría evolutiva no cosechara el éxito inmediato que cabría suponerle. Su repercusión a gran escala tuvo que esperar un año más, cuando Darwin publicó su libro “El origen de las especies”, texto que provocó una auténtica conmoción en la sociedad victoriana. El mismo día de su publicación agotó los 1.250 ejemplares de la primera edición.

Este mes se conmemoran los primeros 150 años desde aquel hito científico y es curioso observar la suerte tan dispar que han corrido las memorias de estos dos grandes científicos. La gloria no le debe nada a Darwin, que desde luego tiene bien merecida su posición en el Olimpo de la ciencia, pero la estela de Wallace ha ido diluyéndose hasta caer prácticamente en el olvido. Aprovecharé estas líneas para hacerle un pequeño homenaje recordando brevemente su novelesca vida.



A mediados del siglo XIX la ciencia estaba viviendo un momento de transición; lo que hasta entonces había sido una actividad recreativa de caballeros adinerados que podían vivir sin trabajar se estaba convirtiendo en la profesión remunerada que hoy conocemos. Darwin tuvo la suerte de pertenecer al primer grupo pero Wallace fue menos afortunado y su vida constituyó una constante lucha por conseguir los medios suficientes que le permitieran dedicarse a la ciencia. De esta forma, su origen humilde le obligó a empezar a trabajar a los 14 años, con lo que no pudo recibir una educación superior, pero su amor por la historia natural fue tal que aprendió de manera autodidacta y comenzó a reunir una colección científica gracias a las excursiones requeridas por su principal empleo de aquel entonces, la de topógrafo.

En 1848, con 25 años de edad, comprendió que conformarse con ser un naturalista aficionado no satisfacía su ambición e ideó una aventurera manera de entrar en la élite científica: abandonar Inglaterra, navegar a ultramar y financiar sus investigaciones recolectando especímenes raros para museos y coleccionistas ricos. Dicho y hecho, primero en Brasil y luego en Malasia, recorrió las selvas de aquellas ignotas tierras viviendo muchas veces en condiciones de extrema dureza pero siendo capaz de subsistir y continuar su actividad investigadora. Fue éste un periodo muy fructífero científicamente pero también lleno de peligros ya que padeció numerosas enfermedades tropicales y hasta un naufragio; el bergantín en el que volvió de Brasil sufrió un incendio y, junto al resto del pasaje, tuvo que permanecer en un bote a merced del Océano Atlántico durante diez largos y desasosegantes días.

Curiosamente, el gran logro científico de Wallace llegó durante una de las numerosas convalecencias que le tocaron padecer durante su estancia en los trópicos. Mientras permanecía en cama por culpa de un ataque de malaria, tuvo tiempo de reflexionar sobre el problema de la evolución de las especies, idea que revoloteaba sobre los círculos científicos desde que fuera planteada por Erasmus Darwin, abuelo de Charles, y Jean Baptiste Lamarck pero que permanecía sin resolver, principalmente, porque nadie había ofrecido todavía un mecanismo convincente que la explicara. Pero el mecanismo estaba ahí, a punto de caramelo, al menos para quien había tenido la oportunidad de observar in situ como funcionaba la evolución y conocía la inspiradora lectura del libro de Thomas Malthus “Ensayo sobre el principio de la población”. Según este polémico reverendo, la población humana siempre tiende a crecer más deprisa que los recursos y en esta aseveración encontraron tanto Wallace como Darwin la ansiada solución al enigma evolutivo: la conocida selección natural.

Wallace llegó a esta conclusión en la primavera de 1858 y rápidamente redactó una comunicación para su pertinente publicación. Darwin conocía la respuesta desde hacía veinte años pero las dudas, y su naturaleza extremadamente metódica, le habían llevado a postergar el anuncio de la nueva teoría y preparar un exhaustivo libro, lo que sería “El origen de las especies”, que reescribía continuamente sin animarse a publicar. El azar quiso que ambos científicos mantuvieran una relación postal y que Wallace enviara su manuscrito a Darwin antes que al editor. Feliz casualidad que libró a Darwin de pasar a la historia como un segundón ya que tuvo tiempo de añadir al texto un resumen de sus propias investigaciones. Y de esta forma, aquel 1 de julio de 1858, ambos científicos tuvieron el honor de compartir la autoría de uno de los más grandes hitos que la ciencia ha conocido.


David Sucunza Sáenz

Investigador científico

Categoría: Ciencia, Biología, Historia